del otro lado de la mesa ella mece su guadaña, sostiene en su punta el tiempo, sacude los segundos; se estira y su mano esquelética tambalea en la mesa, - el equilibrio se nos fue hace mucho mi niña -, se empeña en llamarme su niña, como si tres décadas no fueran suficientes para librarme de ella. Me mira con su dulzura espesa, aguárdame, con su protección asquerosa, con su pavor de vieja sirvienta, sierva del tiempo de los otros, muerta a su propio tiempo. ¿Qué faltará para librarme de tus inmundicias de abismo? ¿Qué faltará para que mueras tu eterna muerte? ¿Qué?
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